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Por una Argentina con Mayores Integrados

«Estoy pasando uno de los momentos más difíciles de mi vida, la fundación tiene graves problemas financieros. En este último tiempo me he transformado en un mendigo. Mi tarea es llamar, llamar y golpear puertas para recaudar algún dinero que nos permita seguir.»

 Maldita y eterna corrupción que nos controla y gobierna.
¿Principios y moral? Olvidate. Si no podés, preparate a ser pisoteado, basureado y olvidado en un rincón junto a la antiguedad regalada por un familiar al que ya nunca ves.El doctor podrá tener su historia negra, pero no cabe duda que su moral le costó la vida. Un Argentino merecedor de poseer ese título, si se tomara en cuenta el pasado y no el presente de nuestra patria, cuando ser argento era sinónimo de progreso, de ideales, de libertad, de pátria, de ética, de moral y se superación. Adjetivos ya perdidos desde el inicio de la corrupción.Maldita y eterna corrupción que nos controla y nos gobierna, en donde cambiar las cosas es una invitación a perder la vida.
¿Atraverse a cambiar las cosas? Imposible sin sangre. La corrupción corrompe. El ansia de poder es una discapacidad, una enfermedad mental que afecta a la mayoría de la población mundial, más aún a la Argentina, la tierra más próspera jamas encontrada.
Con una capacidad casi milagrosa de recuperarnos de las crísis, el argentino debe conformarse con ser solo una sombra de lo que podría ser en el primer mundo. Alejados del mundo, pero poseedores de tierras en donde una lágrima cae y nace un árbol de llantos.Eternizarse es un juego en el poder, siempre de la mano de la maldita hipocrecía, útil para generar confianza.
«Si no estoy yo, nadie los va a defender» Discurso clásico de cualquier gremialista adicto a la soberbia, discapacidad que hablaba nuestro otro gran argentino.
Competir por títulos deportivos es el equivalente entre los clubes a competir por quien tiene más años a cargo de un gremio. Veinte, treinta títulos contra veinte y treinta años al mando.
¿Absurdo? Si, para el ser pensante, aunque no hay nada de humor en eso. El humor pensante se lo quedan los propios orquestadores de semejante puesta en escena que se rién de los pobres parásitos como nosotros que sentimos culpa al gastar nuestro sudor.¿Se puede resistir?
Nuestro médico no pudo. No formar parte de la cúpula podrida fue más que él y sus sueños se vieron ofuscados por las deudas. Eso hizo que se arrepintiera de habernos elegido como lugar para ejercer. Lógico.¿Extinción? Imposible. A menos de que se esté dispuesto a vivir con las manos rojas.
«Si total, no vivo mal. Podría ser peor» Es mi discurso conformista de siempre. Incluso siento culpa al pensarlo, sin entender, salvo cuando lo tecleo, que se puede ser mejor, incluso con sangre en el cuerpo.
Nadie se animaría. La historia es dura y el presente es sensible. Dictador, nazi y fascista son palabras utilizadas de primera y actuar bajo las sombras es algo que hacen los adictos al poder. Julio César, Claudio, Nerón e incluso el propio Marco Aurelio lo sufrieron, sin embargo, en su época la sangre no era pecado.
Los que nos movemos con ética no podemos cargar con el peso de esas responsabilidades, responsabilidades que nunca cargan los jefes de las mafias.Que poco agradecidos somos con los que -literalmente- dieron su vida por el pais y sin embargo, el más popular es el más recordado. Por que será que nuestros dos argentinos más grandes son recordados más en Estados Unidos que en sus propias casas. Y por qué la ética y moral se interponen en el camino de mover la basura al contenedor y dejar limpia la calle. 


Qui…lo…sa…
Es la frase que utilizo en estos casos.
Qui…lo…sa… ¿Quién lo sabrá?

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El síndrome de Homero Simpson

-Yo lo llamo, el síndrome de Homero simpson

-¿El qué?

-El síndrome de Homero Simpson- repetí.

-No comprendo.

-Ya sabes, Homero Simpson, uno de los personajes más reconocidos a nivel mundial y que muchos le tenemos aprecio, en mayor o menor medida según sobre que etapa de él se hable. Por ejemplo, en las primeras etapas, en donde se desarrolla el personaje, se entiende que es una persona medio torpe, pero bonachón, con un corazón noble y que muchas veces lo vemos sacrificarse por su familia. Sin embargo, después de cierto tiempo comenzaron a ponerlo en situaciones ridículas y sin sentido ni trasfondo y la gente comenzó a perderle empatía. De ésta última etapa es donde saco este síndrome.

-Sigo sin entenderte-se limitó a decirme.

-Bueno- comencé, aclarando la garganta antes de avanzar con el discurso. -Homero es un personaje torpe, que hace locuras, en muchos casos, sin sentido, pero lo vemos que siempre se las arregla o pasa algo para que él termine con una mano colgando del acantilado y salvándose de caer al vacío. Es una persona que hace tonterías pero siempre al final del capítulo o al principio del siguiente vuelve a foja cero y misteriosamente la gente se olvida de lo que realizó hace pocos ¿días? ¿horas? ¿semanas?.

-Sigo sin comprender, Manuel.

-Veamos. En muchos capítulos vemos que Homero renuncia a su trabajo para cumplir con el guión semanal y afrontar una nueva actividad. Una actividad cómica o un trabajo con mucha visibilidad pero poca llegada, como vendedor de helados. Sin embargo, el capítulo termina y al siguiente se resetea la memoria de todos los habitantes de la ciudad y Homero vuelve a su trabajo en la planta nuclear.

-¿Entonces?

-Entonces, haga lo que haga, Homero siempre vuelve a su punto de inicio que es un trabajo estable con una familia que lo quiere y así se mantendrá hasta que realice una nueva cagada.

-¿Cagada?

-Si, cagada. Errores que no podemos permitir que sucedan en nuestra vida, pero que algunos los cometen, sin embargo, en muchos casos sin recibir consecuencia alguna.

-Sigo sin entender, Manuel.

-Pongamos un ejemplo. Supongamos que estás en tu trabajo y te esfuerzas todos los días en mejorar y mejorar, pero nadie te presta atención y a tu lado tienes a tu compañero o compañera que considera que es un privilegio para la empresa tenerlo o tenerla allí y por lo tanto, el esfuerzo que hace es menos que el mínimo posible, es casi nulo.

-Claro, es lo que te había dicho antes, cuando entré a la consulta. Te hablé sobre Carlos.

-De acuerdo, llamemóslo por su nombre y dime si me equivoco en lo que voy a decir. Carlos llega más tarde cada día pero es el primero en irse. No cumple con las obligaciones que le piden y cuando trabajas en equipo con él, su forma de no trabajo te desespera y sientes que debes hacer todo tú solo. ¿Es casí?

-Si.

-Sin embargo y a pesar de lo poco que hace, él sigue estando en tu misma posición, con menos trabajo que los demás porque la gente no confía en él pero mantiene su sueldo que debe ser igual al tuyo.

-¿Es como si fuese comunismo?

-No. Aunque parezca que no todos están en la misma posición, él sigue queriendo cobrar su sueldo cada mes y en su cabeza la figura de trabajo es tan sólida como la tuya.

-¿No comprende que no está trabajando o que cuando hace algo arruina el trabajo de los demás?

-Exacto. Y aunque parezca comunismo desde tu cabeza, al apropiarse Carlos del trabajo de los demás y mantener el mismo ingreso con el menor esfuerzo, en su cabeza sucede un mundo muy distinto, un mundo de igualdad laboral que se refleja en el ojo desatento de los jefes.

-En muchos capítulos se demuestra que Homero debería estar desempleado y que nadie lo debería contratar.

-Como tu compañero Carlos, que, a pesar de cometer errores, disminuir la calidad de trabajo general y generar malestar en el ambiente, sigue teniendo el mismo puesto que vos, que te esforzás cada día. A eso lo llamo el síndrome de Homero Simpson.

-Entonces, ¿qué hago?

-Lo que hacemos cuando no nos gusta un programa. Cambiar de canal.

-¿Qué quiere decir eso, Manuel?

-Quiere decir que si te quedas en el canal en donde Homero aparece, vas a ser absorbido por su ineptitud y fastidiado por la igualdad entre ambos, pero si cambias de canal, comienzas un nuevo trabajo, te podrás alejar de él para siempre.

-Pero, ¿por qué yo soy el que tiene que cambiar de trabajo cuando es Carlos quien tendría que haber sido despedido?

-Porque Homero es así. Hoy se equivoca, pero mañana comienza de nuevo con los recuerdos olvidados para el resto y no hay forma de que escapes, ni siquiera demostrando su ineptitud. Por eso la mejor solución es cambiar de canal y con esto terminamos por hoy. Te espero dentro de dos semanas.

Tomé mis cosas y salí del consultorio despidiéndome de Manuel y recordando sus palabras.
Debía cambiar de canal.

El odio

-Míralo a ese. Camina como si estuviese en su casa.
-Vienen a este país a aprovecharse de nuestra bondad. Nos quitan nuestros trabajos en medio del paro y ni siquiera nos lo agradecen.
-No deberían permitir que entren, debemos hacer algo. Están atentando contra nosotros, contra nuestro futuro.
-Si, que se vayan a su casa. Gente así arruina nuestra economía. Parásitos mantenidos.

Dos hombres discutían en las calles de Madrid. Frente a ellos, una pareja de origen sudamericano caminaba tomados de la mano. El hombre llevaba puesto el típico uniforme de barrendero, mientras que la mujer vestía de forma casual.
Caminaban lentamente.

-No es la vida que imaginaba para nosotros, mi amor- le dijo la mujer.
-Lo sé. Pero es esto o volver a casa sin posibilidades de un mejor futuro para nosotros y para nuestro hijo.
-Trabajas limpiando las calles, tú, que fuiste gerente ahora barres el suelo y no me dejas ayudarte.
-Ocúpate de tu panza, de Maicón que está creciendo y yo me ocuparé del resto. Empezamos de abajo, cariño. Por lo menos tenemos trabajo y gracias a este barrido tenemos casa.

La pareja se abrazó y se despidió con un tierno beso. Él debía regresar al trabajo.
Después de todo, barrer y asear las calles era un laboro bastante tranquilo.

-¡Vete a tomar por culo, venezolano!
-¡Lárgate de este país, escoria sudaca!

Los dos hombres españoles comenzaron a gritar, queriendo molestar al barrendero. Los comentarios de odio no parecían afectarle, no era la primera vez que los recibía.
Otros españoles que atestiguaron los gritos brindaron su placaje.

-Déjalo en paz, gilipollas- dijo un hombre
-¿Qué te ha hecho él a ti? -agregó una mujer bastante mayor.

Los dos agresores discutían con los transeúntes que salieron en defensa del trabajador, mientras que otros daban palabras de aliento.

-No creas que somos todos así, hombre.
-Los españoles somos buenos, no le hagas caso a un grupo de porculeros.

Un hombre mayor, un futuro padre de familia, un hombre de casi dos metros de altura, de piel morena y de mirada fría se puso a llorar desconsoladamente.

-Vine aquí por un mejor futuro para mi y para mi esposa y mi hijo. No vine por ganas, vine por ellos, para darles una vida de paz. Dejamos a nuestras familias y comenzamos de cero. No es justo lo que dice, no somos escoria- dijo entre sollozos.

Dos hombres mayores le brindaron una mano para que se levante del suelo.

-No nos tienes que explicar nada, hombre. Si quieres estar aquí, lo estás y punto. Al que le moleste, que le den.
-Si. No nos tienes que dar pena. Tu estás trabajando, haciendo algo que la mayoría de nosotros no quiere hacer. Tienes más dignidad que esos dos. Venga ya, seca esas lágrimas.

-Gra…gracias-tarmatumeó el venezolano mientras tomaba sus cosas y continuaba, como podía, con su trabajo.

Historias de odio hay muchas, las vemos y escuchamos por todos lados.
Ser distinto en cualquiera de sus formas, ser de otra nacionalidad, de otra religión, de otro color de piel, bajo, gordo, cualquier cosa puede ser usada de adjetivo para el juego del racismo.
Un odio interno que poseen ciertas personas que asumen la vida del otro y se permiten juzgar de forma gratuita para satisfacer sus necesidades internas de bronca.
Cualquier motivo es suficiente, lo importante es catalogar y no poseer empatía, es decir, no ponerse en el lugar del otro, en sus zapatos y no conocer su vida.
¿A quién no le ha pasado? ¿Quién no lo ha sufrido?
Yo lo viví (y lo sigo viviendo) en carne propia por mi religión. Soy judío y me gusta serlo. Me gustan las tradiciones que me enseñaron y me gusta la historia del «pueblo elegido». Pero, dejando de lado la religión, que salvo algunos días de festividades, el resto del año está dormido y no forma parte de mi yo cotidiano, sin embargo, en mi corta vida me han dado muchos adjetivos humillantes por el mero hecho de pertenecer a una religión, sin siquiera conocerme. Narizón, usurero, asesino, Hitler, jabón, víctima y un sin fin de palabras me merezco, según ellos, al pertenecer a una minoría.
Ser cristiano está bien, es ser alguien puro y bondadoso. Ser un buen cristiano es una expresión típica por mis pagos. Pero recordarles la historia de los asesinatos cometidos en nombre de Cristo está mal y decirles que ahora predican la paz luego de someter al mundo con su espada durante siglos, está aún peor.
Ser parte de una minoría automáticamente te descalifica para todo, como me contó un amigo una vez:
-No sábes las mujeres que hay. Carlota es mía, pero sus amigas están, uff, ni te imaginas.
-Prefiero quedarme en casa.

El otro de los jóvenes, que escuchaba la conversación en silencio, interrumpió.

-Ni de coña. Tu te vienes con nosotros.
-En serio, prefiero quedarme.
-No seas cagón. No le diremos a nadie que éres judío, ¿vale?
-¿Piensas que eso es lo que me jode?
-Claro. Porque las amigas de Carlota pensarán que, como sois judío, la tienes pequeña.
-Y tendrán razón, pero eso no me molesta.
-¿Entonces? Venga ya tío, no te hagas el misterioso.
-Ya saben por qué.
-¿Aún sigues con esa tontería de que eres gay?
-No es ninguna tontería.
-Vamos, tío. Ya tienes bastante con tu religión como para agregar eso de que te molan los tíos.
-Por eso no quiero ir. Me van a presionar para que me líe con una chavala y no quiero.
-Pero si están buenísimas. Vamos, incluso te dejo a la Carlota para ti solito.
-Que no.
-Que te den, jodido maricón.

Mi amigo me contó que esa fue la última vez que volvió a ver a esos amigos.
Un poco exagerado, le dije, pero nunca se puede anticipar como van a reaccionar las otras personas. Yo he perdido amigos por apoyar a partidor políticos distintos, que es una tontería como para perder una amistad.
Odiar a otros, hablar mal de esas personas, descargar la ira acumulada que tenemos junto con nuestras frustraciones nos hace sentirnos mejor con nosotros mismos. Centrarse en la desgracia ajena, acusando a un tercero de cosas que no conocemos nos hace unir con otras personas y nos vuelve populares.
Odiar te da satisfacción y te vuelve popular y por eso la gente lo hace sin importar las consecuencias.
Odiar es un pasatiempo que nunca pasará de moda y solo nosotros, las «víctimas» lo entendemos y sufrimos.

Odiar te hace congeñar y es por eso que es tan popular.