Adán: El gran guerrero

Con brazos y piernas del tamaño de árboles y un torso tan grande como la vista podía cubrir desde la posición en la que Adán se encontraba, el coloso era un adversario aparentemente imposible de vencer.
Un solo golpe podía acabar con la vida del primer hombre creado por Dios, sin embargo, el arma más letal del gigante era su aliento fétido, una horrible fragancia profunda que ahoga los sentidos y nubla la visión.

-¡Debes comer más hojas de menta y melissa!- Gritó Adán, cubriéndose el naso con un remiendo de tela que llevaba.

Luego, extrajo otro trozo de tela, que cubría las hojas del calor del sol y se las ofreció al coloso.
El gigante exámino la oferta del pequeño hombre y la aceptó.
Adán sonreía mientras que su adversario se tambaleaba. Las hojas habían sido mezcladas junto a otras hojas dañinas. Aunque peligrosas para el hombre, en el gigante tuvieron muy poco efecto, provocándole un pequeño vómito e incrementando su ira.
Adán recibió una fuerte porra que le sacudió todo su ser y le dejó al borde del desmayo.
Con sus pocas fuerzas, logró sacar otro tipo de hojas de n nuevo trozo de tela y las comió rápidamente. Como por arte de magia, el hombre se recompuso rápidamente. Dolor ya no sentía, pero el mareo de su cabeza se hacía importante.
Debía acabar con el gigante mientras posea concentración, de lo contrario, en pocos minutos se perdería en la infinidad de sus pensamientos y quedaría a merced del enorme ser.

El coloso, por su parte, miraba extrañado como el hombrecito corría de un lado a otro, sin entender que es lo que hacía.
Finalmente lo comprendió. Una improvisada cerbatana apuntaba a su frente. Adán había logrado crear unos dardos con una poderosa mezcla de las hojas curativas y las hojas tóxicas.
Aquella mezcla la usaba para cazar a los animales más feroces y ahora había aumentado la dosis al máximo que podía disparar.
El gigante comprendió la situación y golpeó al hombre, quien resistió de pie a pesar de habérsele roto varios huesos.

La batalla fue dura, aunque Adán contaba con una gran ventaja que desconocía.
El gigante estaba condenado a la derrota y así lo había vaticinado su creador.

«No deberás quitarle la vida. Pelea con él sin herirlo profundamente. Rompe su voluntad de explorar el mundo y quítale toda esperanza de pasar. Hazlo regresar a los brazos de Eva estando de pie para recibir a su primer hijo. No permitas que te lastime y si lo hace no deberás preocuparte porque yo te curaré. Su voluntad es muy grande y no podrás quebrarla fácilmente. Sin embargo, inténtalo sin matarle y si lo logras, te recompensaré largamente.
Quiebra su voluntad más no sus huesos.»

El gigante recordó las palabras de Dios con temor. No podría matar al pequeño hombre y tampoco lastimarlo en demasía. Estaba en una gran desventaja y a causa de eso, su derrota era inminente.

El arma funcionó y el coloso emitió un gran aullido de dolor mientras caía sobre sus rodillas.

«Una vida por otra» Pensó Dios, dolido.

Sabía que esto sucedería. Sabía que necesitaba que la chispa de vida del gigante se traslade al hijo de Eva. Todo era parte de su plan, pero aún así se entristecía.

El coloso terminó por caer. El enorme corazón dejó de latir y la sangre ya no fluyó por las grandes venas y arterias. Una vida había desaparecido mientras que otra había nacido.
El último latido del coloso fue precedido por el primer latido del hijo de la pareja de humanos.
La sangre que dejó de fluir por las enormes venas y arterias ahora fluía en los ínfimos capilares del infante.

Adán había salido victorioso y ahora caminaba sin rumbo. Dios estaba ocupado con el recién nacido, un bebé, algo nuevo para él y sus conocimientos y destinaría gran parte de su tiempo a su cuidado. El hombre, por primera vez,  ya no estaba bajo el manto de la protección divina y los peligros del nuevo mundo serían más y más peligrosos.
Eva temió por la vida del padre de su hijo, sabiendo que ya no contaría con la ayuda de su creador.

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