El mundo de las denuncias

Juan vivía en un mundo distinto al nuestro, un lugar en el que desde el nacimiento se inculca a los hijos el arte del silencio, en donde eres dueño de cada palabra que dices y que puede traerte infortunio en un futuro.

-Siempre debes cuidar lo que dices, nunca digas nada malo a menos que estés solo y que el lugar esté limpio.

Con lo de limpio, la madre de Juan se refería a que no hayan cámaras ni micrófonos activos.
No era raro encontrarse este tipo de cosas en las casas, cualquier visita las podía poner.
Un empleado que venga a hacer un trabajo, un amigo o familiar que venga de visita y la empleada doméstica eran los sospechosos de siempre, aunque se habían puesto de moda los llamados «tiradores». Personas habilidosas que arrojaban pequeños micrófonos en balcones o ventanas abiertas sin ser descubiertos.
Todo se hacía con la finalidad de escuchar las conversaciones privadas de la gente y obtener algún dato que sirva para una posible denuncia.
En eso se había convertido la sociedad, en un mundo cubierto por un océano de escraches y sanciones, un lugar en el que la gente vivía con miedo de «pisar el palito» y en donde la mera opinión y calentura eran usadas en contra cuando de una denuncia se tratase.
Cualquier conversación, palabra, correo, mail e incluso rumor era la fuente de trabajo de miles y miles de abogados y para combatir este problema, la sociedad fue evolucionando hacia el silencio.
Se estimaba que, en el año en que nació Juan, cada persona mayor de 10 años había recibido por lo menos dos denuncias por malos tratos, habladuría o calumnias por parte de gente que puede que nunca haya conocido.
Sin embargo, lo peor que uno podía hacer era insultar a un abogado.

-Estos abogados hijos de puta.
-Ojalá se mueran.
-Gente de mierda que son.

Frases como esas, que dichas en nuestro ámbito privado no son más que meros descargos, eran las navidades de los caranchos y daban lugar a los juicios más jugosos para los rastreros.
La educación cambió y desde el nivel primario se enseñaba derecho a los niños. Escuelas orientadas a la abogacía con egresados casi totales destinados a continuar la carrera universitaria de orientación igual a la recibida en su educación inicial.
Muy pocos eran los que desafiaban la normalidad y optaban por otras carreras, como la ingeniería, la arquitectura y la medicina, pero se trataba de un porcentaje ínfimo.
Se estimaba que cuarenta de cada cien ciudadanos eran abogados y que un pequeño diez porciento del resto eran profesionales en ciencias duras.
Las pequeñas y medianas empresas eras escasas y el mundo los dominaban las grandes corporaciones.
El avance científico era lento, demasiado y la falta de profesionales no solo había frenado el progreso, sino que la tecnología dio un paso hacia atrás y en varios casos se volvían a usar cosas que otrora era consideraban obsoletas, como la máquina de escribir y las videocintas.
La falta de medicamentos era un problema y la salud de había vuelto increiblemente costosa. El simple Ibuprofeno era un lujo, regalado en ocaciones especiales.
Todo progreso fue decayendo y los bienes resultaban demasiado costosos, motivo por el cual la gente buscaba un pequeño adicional escuchando y haciendo juicios.
Por suerte y luego de una gran lluvia de demandas, se logró establecer un honorario fijo para este tipo de causas, un ganancia menor que no alcanzaba para una vida digna.
Es por ese motivo que se estimaba que cada persona realizaba unas tres o cuatro denuncias por mes para intentar tener más dinero.
Las cortes habían florecido, los jueces entregaban fallos como si se tratasen de hamburguesas en una cadena de comida rápida. Todo era expeditivo y express.

Pero Juan nació distinto al resto, el quería decir lo que sentía y al cumplir la mayoría de edad legal, le llovieron las denuncias. Literalmente llovieron sobre su casa. Tenía tal cantidad que fue necesario contratar un avión por el servicio postal.
Mas de un millón de cartas para presentarse en la corte. Le reclamaban más dinero del que nunca podía juntar él, su familia y todas las generaciones anteriores durante toda su historia. Juan estaba siendo preso de sus palabras, sus opiniones y sus sentimientos.
Lamentablemente no le quedó otra opción que tomar una pistola y acabar con su vida.

El imaginario ruido del martillo del arma lo despertó. Todo había sido un sueño. Ese mundo de denuncias fue creado en su imaginación y no era real. Se levantó y fue a tomar agua, pero tropezó en el camino con su perro y cayó al suelo. El golpe espantó al animal revelando debajo de él una nota que Juan había querido ocultar. Una denuncia que había recibido por parte de una persona que no conocía por calumnias e injurias.
Juan cerró sus ojos y recordó su sueño, pensando en si realmente algún día llegará esa realidad.

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