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El conejo y el mapache

-Estamos perdidos.
-Igual debemos intentarlo.
-¿De qué sirve? Estamos solos, lo hemos perdido todo.
-NO. Todo no. Aún nos queda él. Debemos ayudarlo, nos necesita más que nunca.
-Pero estamos perdidos. No sabemos dónde estamos ni a dónde se lo llevarán.
-Nos necesita, mapache, nos necesita y no nos podemos rendir.

El conejo y el mapache discutían. El tiempo les apremiaba y debían encontrar el camino indicado. Si no llegaban a tiempo, lo perderían para siempre. Conejo juntaba fuerzas, en cambio mapache ya había perdido las ganas de vivir.

-Por favor amigo, nos necesita. No podemos abandonarlo- insistía el conejo.
-Ya está todo perdido. Nuestro destino sellado. Hemos estado buscando desde hace ya quien sabe cuantos días. Lo lamento amigo, quiero ayudarlo pero ya estoy cansado. -respondió mapache angustiado.

«Vamos conejo, piensa. Piensa en él, piensa en cuanto te necesita.»

Por fin les llegó la respuesta, a lo lejos, vieron como la policía regresaba al domicilio y comenzaba a amontonar cajas con las pocas cosas salvadas del fuego.

-¡Mapache, mapache!
-¿Qué pasa, conejo?
-Mira hacia allá, están guardando cosas, es nuestra oportunidad.

Se miraron y no lo dudaron. Conejo se subió a la cabeza de su amigo pero parecía demasiado tarde.
La policía se estaba retirando del lugar con varias cajas ya cerradas.

-No vamos a lograrlo.
-Vamos mapache, es nuestra última oportunidad para lograrlo. Debemos estar con él.
-Pero las cajas están cerradas.
-¡Vamos!

Los oficiales comenzaron a apilar la cajas fuera de la rescidencia los que les dio un poco más de tiempo a los amigos. Pero recibieron un llamado y rápidamente comenzaron a colocar las cajas en la patrulla.
Estaban muy cerca y solo quedaba una caja por subir.

Los amigos se miraron.
-No me olvides- dijo mapache.
-NO, no me dejes- decía conejo entre lágrimas.
-Cuida de él. Te necesita.

Con gran corazón, empujó a conejo hacia la última caja que estaba siendo levantada.

-Por favor, por favor- rezaba mapache.

Conejo logró aferrarse a la base de la última de las cajas y allí se quedó, despidiéndose de su gran amigo.

— o —

En la casa, un niño estaba triste.
-Naná, Naná- decía con la poca voz que tenía.

Su vista nublada, sus ánimos por el suelo. Sonrisa perdida.  Aquel más que un niño era un fantasma.
Desde que llegó a esa nueva casa estaba así. No quería hablar, no comía ni dormía. Tenía el pésame constante en su bello rostro. Mirarlo daba pena y cualquiera que sepa su historia lloraría.
Los adultos no sabían que hacer. Creían que llamaba a su mamá, pero no. Naná era otra cosa, algo distinto. Ni la televisión ni el chocolate ayudaban. Hacía días que estaba así y no mostraba mejorías. Necesitaban un milagro.
En ese instante alguien llamó a la puerta. Era la policía trayendo unas cajas con cosas del pequeño y de su familia, todo lo que habían podido rescatar. Los adultos se emocionaron, allí encontrarían la sonrisa del pequeño.
Las levaron hacia el niño y tiraron todo el contenido frente a él. Con paciencia le mostraron una a una cada cosa que había, pero el niño solamente negaba con la cabeza.
Ya no quedaba nada más por revisar y simplemente se dieron por vencidos.
Al volver a meter el contenido en la última de las cajas, el adulto la pateo sin querer, volteandola. El ruido fue fuerte, sumado al grito de molestia del mayor que inmediatamente pensó que había asustado al menor. Pero lo que pasó no lo esperaban.
El pequeño se levantó por primera vez desde que había llegado hace días a la casa y caminó con cierta dificultad para luego correr apresuradamente a la caja volcada.

-NANÁ, NANÁ- gritaba.

En la base de la caja, ahora visible por el golpe, un muñeco de un conejo colgaba por los un borde. El pequeño lo vio y fue por él.

-NANÁ, NANÁ- ahora el grito era con llanto.

Llorando desconsoladamente, apretaba al muñeco entre sus brazos para mirarlo a la cara y volverlo a abrazar. Los adultos también lloraban y entendieron la importancia de aquel amigo.
El mote de Naná se lo había puesto él y aquel conejo que lo acompañó desde su nacimiento era el más valioso regalo de sus padres y el recuerdo vivo de ellos.

El pequeño niño abrazó a su conejo durante mucho tiempo, incontables horas hasta que los adultos vieron como le susurraba algo a la suave oreja del muñeco para luego quedarse profundamente dormido, ahora si, con una sonrisa en su rostro.