Superación o derrota

La panza le rugía. Pedía comida a gritos. El estómago hacía demandas similares, pero hoy eso no se iba a poder cumplir.
El último alimento fue destinado a su pobre madre y Juan se tuvo que conformar con un poco de pan, lo suficiente para satisfacer el hambre de un bebé que apenas comienza a ingerir alimentos, pero no para un ya adulto de 6 años.
Sin agua que tomar, sin un baño en el cual asearse, sin luz y sin cobijo, debían superar día a día la dura tarea de sobrevivir.

-Tomalo tu- le decía su madre sobre el último sorbo de agua antes de agotarse.

Sin la lluvia que rellene los envases que Juan tan habilmente había repartido alrededor de su hogar, el líquido escaseó antes de que la sed lo haga.
Sus ojos tardaron en cerrar, a causa del hambre que tenía y al escapar al pais de los sueños, se rodeó de puros alimentos.
Su pasión por la comida comenzó hace dos años, cuando la realidad era otra y la heladera estaba llena de productos de todo tipo.
Desde temprana edad ayudaba en la cocina, era una pasión innata y habilidades no le faltaban.
Su madre disfrutaba de algunos platillos y sufría con otros. Era de esperarse que no todos salieran bien, en especial cuando los preparaba un chico al que se le brindaba un cuchillo de plástico y un horno de juegos para preparar todo.
Juan no se enojaba por el hecho, entendía que aún era muy joven para el uso de ciertas cosas y eso le hizo generar otras ideas. Preparaba ensaladas con ingredientes que cortaba con sus manos, gratinaba quesos sobre pastas ya cocidas, preparaba mezclas de condimentos tan extravagantes que ni su madre podía soportar.
Todo cambió cuando a su hermano mayor le diagnosticaron una enfermedad que consumió el tiempo y los recursos de su madre.
De vivir como una familia de clase media, a vivir en la más triste indigencia en menos de dos años, fue la infancia de Juan. Cuando finalmente su hermano falleció, la casa y las comodidades que tenían también se habían ido. Vendieron la casa para pagar el tratamiento y se debieron mudar al terreno que su padre les había dejado antes de partir.
Tenía intenciones de en un futuro mudarse allí junto a su esposa y sus dos hijos, pero esa es una historia que nunca va a pasar.
El dinero que les quedaba apenas alcanzó para erguir paredes, colocar un techo de chapa y apenas más.
Su madre quedó tan afectada por la muerte de su hijo que no pudo volver a conseguir trabajo y todo recayó sobre el pequeño de 6 años. Limpiando el piso de una peluquería del pueblo, ganaba lo suficiente como para no morirse de hambre.
Día a día asistía incansablemente al establecimiento, aunque muchos eran los días de tranquilidad en que ni un solo cliente aparecía por la puerta. Aquellos días Juan no recibía paga.
Su suerte cambió cuando entró un pescador a cortarse la barba y conoció al pequeño y su historia. Le ofreció un trabajo mejor pago, aunque más lejos de donde se encontraba y menos tiempo que podía pasar cuidando de su madre.

Una hora en tren por cada trecho, arrancando a trabajar a las 7 de la mañana, muchas veces sin desayunar y con pocas fuerzas, pero era un trabajo mejor pago y no en muchos lados le daban algo para hacer a un pequeño.
Limpiaba los pescados muertos y lo sobrante se lo podía llevar, eso no solo significaba comida, sino formas que tenía para cocinar. Durante ese tiempo pensó mil maneras de cocinar la cabeza y los interiores de los peces. En su mente todas y cada una de esas formas eran deliciosas, pero en su lengua solo había caldo y sopa.
Ya con 8 años, se animó al fuego sin la ayuda de su madre. Puso un sobre de aceite que le habían regalado unos comensales días antes sobre la sartén y para su desventura la misma seguía mojada de la última sopa, haciendo que el aceite hirviendo salte y cayera sobre su brazo. Unas quemaduras bastante profundas y una marca en su piel que nunca lo iba a dejar fue el resultado, pero Juan no lloró en ningún momento, soportó el dolor y no se desanimó.
Comprendió la situación y en su cabeza se marcó con fuego que el aceite y el agua no se mezclan al cocinar.
De a poco y un con poco más de fuerzas, el pequeño Juan mejoraba cada día en su trabajo. Su historia fue conocida y día a día varias personas, entre estibadores, pescadores y gente del lugar, le brindaban elementos para que el niño pudiera preparar los platos con los que soñaba cada noche.
El pequeño creyó que por fin conocía el sentimiento de felicidad. La mísera paga era compensada con las sobras y restos de alimento que se llevaba a la casa y el esfuerzo de horarios era teenido en cuenta por todo el mundo que sentía empatía y algo le traían.
Sus cualidades para la cocina fueron mejorando bastante durante este tiempo, al punto de que un chef, dueño de un restaurante de mala muerte que iba todos los días al puerto a buscar materia prima barata, le ofreció un trabajo. Mejor paga, mejor horario, estar bajo techo fueron algunas de las mejoras, sin embargo, lo más importante para Juan era que ese mismo chef le enseñaría a cocinar.
Aquellos años fueron de maravilla. Juan limpiaba la cocina, ordenaba las mesas, se ocupaba de la mantelería y durante el servicio, veía como los cocineros preparaban los platillos. Técnicas, combinaciones y movimientos que nunca antes había visto ni imaginado lo envolvían en una vorágine de emociones.
Cada día insistía a su jefe que lo dejara cocinar. Insistió tanto que finalmente el jefe cedió, como cedía a todos los pedidos que Juan le hacía cuando insistía. Aquellas situaciones le valieron el apodo de «el tunante». Juan el tunante, o simplemente el tunante comenzó con la «mise en place», o puesta en orden de los alimentos para que sean más fáciles las preparaciones.
Demostró rápido progreso y la misma cocina fue mejorando, mejorando la calidad de la comida y su reputación.
Con doce años, Juan se ocupaba de las compras diarias del pescado, obteniendo buenos productos a precios económicos, luego ordenando tanto el salón como la cocina. El dinero que le ahorraba al restaurante iba para su bolsillo y finalmente, luego de años de esfuerzo pudo alquilar una habitación para él y su madre. Ya no tenía que levantarse al amanecer, podía dormir más y mejor. La comida no faltaba y todo el sobrante iba para mejorar la salud de su progenitora.
La vida le estaba yendo de maravillas.
Al  cumplir 14 años, su jefe anunció que se retiraría y cerraría el restaurante. Quería darles una despedida grata a sus empleados en las que él les cocinaría en aquella última noche abiertos y junto a él, el joven tunante.
Juan se emocionó tanto que se largó a llorar por primera vez en mucho tiempo. Cocinaría junto a su jefe para todo el personal, cocinaría por primera vez. Era su sueño realidad, aunque después se convierta en pesadilla. Un trago dulce y amargo. Cocinaría sí, pero después se quedaría sin empleo.
Aquella noche fue mágica. El pequeño tunante hizo todo, tanto que su jefe solamente se quedó a un costado para asistirle en lo que necesitaba.
Juan se movía por todos lados con ligereza, preparando platillos sabrosos, aunque faltos de presentación. De esto último se ocupaba su futuro ex jefe.
Demostró ser habilidoso y superdotado en la cocina. Todos platillos de su invención y todos quedaron fascinados.
La noche concluyó muy tarde y Juan no concilió el sueño hasta entrada la madrugada.
Dedicó el siguiente día a descansar y a cuidar de su madre. Luego buscó restaurantes en donde solicitar trabajo.
Todos lo rechazaban por su corta edad, hasta que vió un anuncio en un letrero buscando cocineros para eventos. Juan no lo dudó y les escribió una carta diciendo que se dedica a la cocina desde hace años y que se ocupó entre otras cosas se la fiesta de cierre de su empresa, preparando y cocinando todo el menú para los empleados.
Su carta causó impacto en la pequeña empresa de catering pero fue rápidamente descartado por su edad.
Pero Juan no se iba a rendir, después de todo, el tunante siempre conseguía lo que quería y así fue. Luego de varias insistencias, logró convencer a la señora María Paz, dueña del emprendimiento.
Junto a ella Juan vivió tiempos de relativa calma. Cobraba por evento así que debía de adminsitrar bien sus ingresos para que nada les falte durante la época de vacas flacas.
Al cumplir la mayoría de edad sintió que estaba listo para enfrentar su destino, según el consejo de María Paz, que estaba convencida de que sería un chef de fama mundial.

-Tanto el dueño del restaurante, cuyo nombre no recuerdo y María Paz, formaron las bases de mi fortuna- señala Juan, desde su impresionante casa de dos plantas.

Ahora ya con 60 años cumplidos sigue trabajando sin descanso. Su madre falleció hace tres lustros luego de una larga lucha contra la depresión. Para ese tiempo Juan se había casado y había formado una familia. Cerré mi libreta y puse el grabador.

-Al ser mayor de edad, tener experiencia y recomendaciones, los trabajos fueron apareciendo. Trabaje en todas las cocinas que te puedas imaginar, pasando por todos los puestos. Junté lo necesario para abrir mi primer restaurante en el que trabajé de sol a sol y que casi me cuesta a mi familia. Fueron años en los que me obsesioné por crecer y «El Tunante», mi primer restaurante, fue haciéndose conocido. «El Tunante II» y «El Tunante III» fueron el punto final. Más que tres restaurantes no podía ocuparme sin perder la calidad.
Luego de eso formó una familia y pudo darles a sus hijos la infancia que él no tuvo.

-Relatas tus penurias con tanta calma. ¿Cuando sentiste un cambio en tu vida?

-Cuando falleció mi mamá y me quedé completamente solo. Ahí me di cuenta que en realidad no estaba solo. Tenía a mi esposa y a mis hijos y debía cuidar de ellos.

-Habiendo creado ya un nombre, un sello de calidad, ¿sientes que tus sueños se hicieron realidad?

-¿Sabes lo que siento ahora?. Siento que por fin puedo comenzar a disfrutar de la vida – me dijo, mostrándome una foto de él, su madre, su esposa y sus hijos.

— o—

Algunos consideran a la infancia como una época de juegos.
Otros como una tortura hasta crecer.
Algunos no supieron que la vida se puede disfrutar.
Otros no lo saben hacer.

Las realidades de cada uno son distintas, pero si conoces las historias, ayúdalos con lo que puedas. No le cierres los ojos por no tener. Valora el esfuerzo del otro, aunque no te traiga ningún beneficio. Ellos te lo agradecerán.

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