El judío y el nazi

Un recluso caminaba muy despacio, entorpeciendo el camino para todos.
Era su forma de revelarse contra la injusticia de estar retenido allí contra su voluntad.

-Todos los que ves en este lugar son culpables, Hans. Que su aspecto demacrado no te confunda, todos y cada uno de ellos merecen pagar por el daño que causaron.

Hans era un guardia nuevo, lleno de ansias de trabajar, pero se mostraba en duda sobre lo que se hacía en aquel lugar.
Su comandante le intentaba explicar la situación, para que se centre en el trabajo. Era un joven prometedor y con mucho futuro.

-Tú eres un joven prometedor y con mucho futuro y debes comprender que estos remedos de personas son los causantes de todos los problemas que hay, no solo nuestros, sino de todo el mundo, ¿puedes comprenderlo?

-¿Incluso los niños?- preguntó el flamante guardia.

-¿Los niños? Piénsalo Hans. Son niños educados bajo los preceptos de sus malnacidos padres. Los pobrecillos son víctimas de los mayores y ya no pueden ser salvados. Nuestro deber es darles un eterno descanso -el hombre hizo una pausa para mirar por la ventana- a todos.

-¿Por qué no los matamos en lugar de obligarlos a trabajar?

-No Hans, eso es lo que ellos quieren. Ser mártires. Primero deben trabajar hasta agotarse. Deben trabajar hasta que ellos mismos decidan morir. Deben reparar el daño que han hecho. Nuestro trabajo es ocuparnos de los rebeldes, los que se rehusen a trabajar o a morir trabajando. Hans, ellos mismos deben purificar su alma antes de partir, no lo olvides.

Hans rescodaba las palabras de su instructor al llegar al «pueblo».

-Camina, maldito judío de mierda.

El uniformado gritaba en un alemán ensordecedor a un hombre vestido con un pijama a rayas que caminaba muy despacio, entorpeciendo el andar de toda la fila.

-Venga, muevete de una puta vez. -Advirtió otro soldado, mirando tanto a Hans como al Judío, provocando ravia en el primero.

-¿No me has escuchado? Camina judío, camina. -Volvió a gritar Hans, poniéndose nervioso.

Sin embargo, no importaban los gritos que recibiera, el reo no modificiaba su lento andar. Los ruidos ensordecedores no le molestaban, es más, ni siquiera le afectaban y eso era porque aquel hombre, llamado Moisés desde su circunsición, era mudo y sordo de su nacimiento y nadie salvo él lo sabía. Aquel era su gran secreto, que le ayudó a endurecer y soportar las terribles tareas sufridas en aquel campo de concentración en donde miles de personas, desconocidas entre si pero unidas por la religión, vivían esclavizadas a causa del delirio de un hombre.
Moisés no podía quejarse con palabras, no podía gritar de dolor, no podía pronunciar llanto alguno y ni siquiera hablar con sus compañeros de habitación, sin embargo, aquella deficiencia se había convertido en su as bajo la manga.
Ser mudo lo había convertido en una fría roca de arena, dura por fuera pero totalmente frágil por dentro y ser sordo le hizo esquivar los gritos y amenazas aparentando gallardía. Fue gracias a sus cualidad que aguantó con vida hasta ser liberado.

Corría el último año de la guerra y Hans se había convertido en un gran soldado y en una parte importante en control del campo de concentración. Siempre bajo las sombras, se ocupó de no ser reconocido por ningún recluso para no ser incriminado.
Había escuchado rumores de que la guerra se estaba perdiendo y que los rusos pronto tomarían el «pueblo» y comenzó a planear su huida.
Nadie conocía ni reconocía su rostro salvo el único hombre que jamás le temió, el pobre y fatigado Moisés a quien admiraba profundamente.
Al poco tiempo comprendió el secreto que escondía el Judío, pero calló y lo observó trabajar día tras día viendo como laboraba sin quejas y como su salud se deterioraba con la baja del sol.
Durante varios meses lo observó, imponiéndole trabajos más arduos solamente para ver la reacción del otro. Su fascinación por el hebreo era inmensa hasta el punto que planeó utilizarlo para su plan de escape.
Aprovecharía su condición de fantasma para hacerse pasar por el hijo de Moisés y así escapar, sin embargo, todo cambió cuando lo citó a su oficina. Hans tenía preparada una pequeña comida de bienvenida que fue engullida en instantes por el Moisés. Débil, cansado, con incontables cortadas en el cuerpo pero dueño de una mirada de fuego. Todos esos eran los adjetivos que el soldado pensaba, pero al caer un pequeño sobre al suelo, Hans lo levantó más rápido que el otro y miró su contenido.
Su alma regresó a su cuerpo luego de estar ausente durante la permanencia en el campo de concentración. Una pequeña colección de fotografías de la familia del Judío, con sus padres, hermanos, primos y tíos, todos jugando y divirtiéndose le recordó mucho a las fotos que se tomaban en su casa cuando el era muy chico.
Ambas familias eran parecidas y Hans comprendió que aquel hombre no tenía la culpa de nada de lo que sucedía. Reconoció que ambas familias eran iguales y que el hombre no se merecía esta suerte. El golpe anímico que le provocó fue algo que no tenía pensado y durante todo el día lloró, no solo por lo que él había hecho sino por todo l oque estaba sufriendo encadenada aquella persona.
Un simple trozo de papel, unas pocas imágenes fueron el impulsor de la resurrección del alma en un hombre sin corazón.
Hans lloró y le juró a Moisés que cuidaría de él durante el resto de su vida.

Las siguientes semanas, las últimas del campo, Hans se encargó que ningún preso realice más labores y si no fuese porque ya todos los soldados abandonaban el lugar, no lo hubiese conseguido.
Finalmente los soviéticos liberaron el campo y Hans mantuvo su plan original de utilizar al viejo Judío para escapar, sin embargo, esta vez quería escapar junto a él y expiar sus culpas.

El tiempo pasó y Hans y Moshé no se convirtieron en amigos, ni con el pasar de los años. El haber sido partícipe del grupo que secuestró, torturó y asesinó a toda su familia lo hacía ser imperdonable y el más jóven lo sabía y aceptaba.

-No puedo cambiar el pasado, aunque lo desee con todas mis fuerzas- dijo -pero dedicaré el resto de mis días en hacer más placentera tu vida. Lamento mucho todo, Moisés, tú sabes que lo lamento y aunque yo no fui el causante directo de tus penas, si admito que formé parte de aquella banda de hijos de puta. -le repetía cada noche.

Hans le hablaba en lenguaje de señas. Había aprendido aquella forma de habla para poder comunicarse con su protegido, así hablarle durante los días y las noches, aunque siempre sin recibir respuesta.
El hombre alemán cuidaba del anciano judío a pesar de las quejas que este hacía con sus gestos. Sin embargo, el otrora soldado nazi le había jurado que cuidaría del otro hombre hasta el fin de sus días.
Ahora vivían en un pequeño pueblo en Suiza, en donde la paz reinaba y no eran molestados.
Moisés ya era un anciano y estaba bastante enfermo como para vivir por su cuenta y en cierto modo le gustaba ser atendido. Estaba claro que no le quedaban muchas primaveras por disfrutar.
Hans, antiguo miembro de la SS, mantuvo la promesa de cuidarlo hasta el final, incluso en el más allá,  a donde ambos llegaron al mismo tiempo…

¿Religión o chivo expiatorio?
Dividir y vencer.
Culpable es el otro.
Yo soy perfecto y tú no.
Mis problemas son por culpa tuya.

¿Les suena familiar?

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